Realismo y Naturalismo (4ºESO)

Contexto (Segunda mitad siglo XIX)

  • Inestabilidad política: El fracaso del régimen de Isabel II se pone de manifiesto en la Revolución de la Gloriosa (1868). El sexenio democrático es un periodo en el que se alternan varios sistemas políticos sin que ninguno llegue a establecerse y a hacer cambios reales en el país. Se implanta el sistema canovista: se alternan los partidos conservador y liberal. Con la restauración de la monarquía en 1875, Alfonso XII vuelve al trono.
  • Durante la segunda mitad del siglo XIX, la burguesía afianza su poder político y económico en Europa.
  • Revolución industrial y avance científico-tecnológico: Se produce un gran desarrollo urbano (electricidad, tren) y las fábricas van aumentado su producción. Crece la confianza en la ciencia experimental.
  • Surge el movimiento obrero: el avance de la industrialización en las ciudades (Cataluña y País Vasco) hace que surja una clase social diferenciada: el protelariado. Empeoran constantemente las condiciones de los trabajadores de las fábricas y surgen los primeros sindicatos y partidos políticos que cuestionan el bipartidismo establecido.

¿Qué es Realismo?

  • El Realismo, un movimiento artístico y literario que surge en Europa con el objetivo representar de forma minuciosa y objetiva la realidad contemporánea. Concretamente, la vida cotidiana y los problemas de la sociedad burguesa de la segunda mitad del siglo XIX.
  • El Naturalismo, además de representar de forma realista la realidad, busca entender las leyes científicas que la determinan y condicionan.
  • Frente al idealismo, el subjetivismo y la búsqueda estética del Romanticismo, la atención del artista se centra en la realidad objetiva, que no interesa por sí misma, sino para narrar el conflicto del individuo contemporáneo con una sociedad que lo condiciona y, muchas veces, lo determina(según los naturalistas).
  • Los escritores acuden a la novela, como medio de representación del mundo contemporáneo con fin didáctico y actitud crítica. Se utiliza el narrador omnisciente: mayor capacidad de caracterización física y psicológica de los personajes.
  • Formalmente se busca un tono objetivista y descriptivo. Lenguaje que represente la realidad con la mayor fidelidad y verosimilitud posible: vulgarismos, coloquialismos… Sobriedad frente a grandilocuencia.

Características de la novela realista:

  1. Verosimilitud/Realismo
  2. Profundidad psicológica de los personajes.
  3. Técnica minuciosa y detallista de la descripción.
  4. Narrador omnisciente.
  5. Se impone el fin didáctico y crítico frente al estético.

Principales autores realistas en España

Benito Pérez Galdós (1843-1920)

  • Biografía:
    • Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 – Madrid, 4 de enero de 1920). Al terminar sus estudios en 1862, se traslada a Tenerife para estudiar el Bachiller en Artes, y posteriormente se marcha a Madrid para estudiar Derecho. Allí acude a las tertulias del Ateneo y los cafés Fornos y Suizo, donde frecuenta a intelectuales y artistas de la época. Escribe en los diarios La Nación El Debate.
    • En 1873 inicia la publicación de la primera serie de los Episodios Nacionales con Trafalgar. Su popularidad ante los lectores durante la década de los 90 va creciendo con su segunda serie de los Episodios nacionales. Aparte de Madrid, Galdós pasa largas estancias en su casa de Santander, conocida como “San Quintín”.
    • Viaja por Europa como corresponsal de prensa, conociendo así corrientes literarias del momento como el realismo y el naturalismo. Su obra tiene influencias de los franceses Honoré de Balzac, Émile Zola, Gustave Flaubert y el inglés Charles Dickens, entre otros.
    • Aficionado a la política, se afilia al Partido Progresista de Sagasta y en 1886 es diputado por Guayama (Puerto Rico) en las Cortes. En los inicios del siglo XX ingresa en el Partido Republicano y en las legislaturas de 1907 y 1910 es diputado a Cortes por Madrid por la Conjunción Republicano Socialista; en 1914 es elegido diputado por Las Palmas.
    • Galdós es uno de los autores más prolíficos de su generación, tanto en novela como en teatro.
  • Obras más representativas:
    • Etapa realista: Doña Perfecta, Gloria, Marianela, Episodios NacionalesTema central: Enfrentamiento entre mentalidad progresista y tradicionalista. Crítica a la intolerancia y el fanatismo.
    • Etapa naturalista: Fortunata y Jacinta, Tormento, Miau. El escenario de sus novelas se concreta en la ciudad de Madrid, se representan sus ambientes, sus diferentes clases sociales…Momento de máxima plenitud de la narrativa galdosiana.
    • Etapa Espiritualista: Misericordia.
    • *Episodios Nacionales: 46 novelas en las que Galdós recrea la historia de España desde la batallad de Trafalgar (1805) hasta los primeros años del reinado de Alfonso XII.
  • Características:
    • Narrador omnisciente y subjetivo: voz narrativa que domina todo el relato, adentrándose y juzgando a sus personajes.
    • Caracterización de los personajes a partir de acumulación de detalles, reiteración, utilización registro coloquial y popular…
    • Costumbrismo: retrato de ambientes con fidelidad pictórica.
    • Gilman: «Fue un creador de la lengua española tal y como se habla». Estilo espontáneo, ágil y muy expresivo.

Periodo realista:

  • Doña Perfecta
Pepe Rey, hombre de ideas liberales, acude a Orbajosa, pequeña ciudad episcopal castellana, donde piensa casarse con una prima suya, Rosario, matrimonio acordado por su padre, Juan, y por la hermana de éste, la madre de la novia, Perfecta, viuda de Polentinos. Los novios se gustan de inmediato, apenas conocerse, y se declaran amor eterno, pero el malmetimiento de un canónigo de la catedral, don Inocencio, descarrila las buenas intenciones del padre y de la tía, y contraría el flechazo amoroso sentido por los jóvenes. La infeliz marcha de los acontecimientos desemboca en un enfrentamiento entre la tía y el sobrino, cuando ésta se niega a que la hija se case con un descreído.
"Doña Perfecta"

*Rosario intenta confesarle a su madre que está planeando escapar esa noche junto a Pepe Rey.

-Sí... quería decirle a Vd. -balbució la muchacha-, quería decir... Nada, nada, me dormiré.

-Rosario, Rosario. Tu madre lee en tu corazón como en un libro -exclamó doña Perfecta con severidad-. Tú estás agitada. Ya te he dicho que estoy dispuesta a perdonarte si te arrepientes; si eres una niña buena y formal.

-Pues qué, ¿no soy buena yo? ¡Ay, mamá, mamá mía, yo me muero!

Rosario prorrumpió en llanto congojoso y dolorido.

-¿A qué vienen estos lloros? -dijo su madre abrazándola-. Si son las lágrimas del arrepentimiento, benditas sean.

-Yo no me arrepiento, yo no puedo arrepentirme -gritó la joven con arrebato de desesperación que la puso sublime.

Irguió la cabeza, y en su semblante se pintó súbita, inspirada energía. Los cabellos le caían sobre la espalda. No se ha visto imagen más hermosa de un ángel dispuesto a rebelarse.

-¿Pero te vuelves loca o qué es esto? -dijo doña Perfecta poniéndole ambas manos sobre los hombros.

 
-¡Me voy, me voy! -dijo la joven, expresándose con la exaltación del delirio.

Y se lanzó fuera del lecho.

-Rosario, Rosario... Hija mía... ¡Por Dios! ¿Qué es esto?

-¡Ay!, mamá, señora -exclamó la joven abrazándose a su madre-. Áteme Vd.

-En verdad, lo merecías... ¿Qué locura es esta?

-Áteme Vd... Yo me marcho, me marcho con él.

Doña Perfecta sintió borbotones de fuego que subían de su corazón a sus labios. Se contuvo, y sólo con sus ojos negros, más negros que la noche, contestó a su hija.

-¡Mamá, mamá mía, yo aborrezco todo lo que no sea él! -exclamó Rosario-. Óigame Vd. en confesión, porque quiero confesarlo a todos, y a Vd. la primera.

-Me vas a matar, me estás matando -murmuró la madre poniéndose lívida.

-Yo quiero confesarlo, para que Vd. me perdone... Este peso, este peso que tengo encima no me deja vivir...

-¡El peso de un pecado!... Añádele encima la maldición de Dios, y prueba a andar con ese fardo, desgraciada... Sólo yo puedo quitártelo.

-No, Vd. no, Vd. no -gritó Rosario con desesperación-. Pero óigame Vd., quiero confesarlo todo, todo... Después arrójeme Vd. de esta casa, donde he nacido.
 
-¡Arrojarte yo!...

-Pues me marcharé.

-Menos. Yo te enseñaré los deberes de hija que has olvidado.

-Pues huiré; él me llevará consigo.

-¿Te lo ha dicho, te lo ha aconsejado, te lo ha mandado? -preguntó doña Perfecta, lanzando estas palabras como rayos sobre su hija.

-Me lo aconseja... Hemos concertado casarnos. Es preciso, mamá, mamá mía querida. Yo la amaré a Vd... Conozco que debo amarla... Me condenaré si no la amo.

Se retorcía los brazos y cayendo de rodillas, besó los pies a su madre...

-¡Rosario, Rosario! -exclamó doña Perfecta con terrible acento-. Levántate.

Hubo una pequeña pausa.

-¿Ese hombre te ha escrito?

-Sí.

-¿Le has visto después de aquella noche?

-Sí.

-¡Y tú...!

-Yo también... ¡Oh!, señora. ¿Por qué me mira usted así? Vd. no es mi madre.

-Ojalá no. Gózate en el daño que me haces. Me matas, me matas sin remedio -gritó la señora con indecible agitación-. Dices que ese hombre...

-Es mi esposo... Yo seré suya, protegida por la ley... Vd. no es mujer... ¿Por qué me mira Vd. de ese modo que me hace temblar?... Madre, madre mía, no me condene Vd.

-Ya tú te has condenado: basta. Obedéceme y te perdonaré... Responde: ¿cuándo recibiste cartas de ese hombre?

-Hoy.

-¡Qué traición! ¡Qué infamia! -exclamó la madre antes bien rugiendo que hablando-. ¿Esperabais veros?

-Sí.

-¿Cuándo?

-Esta noche.

-¿Dónde?

-Aquí, aquí. Todo lo confieso, todo. Sé que es un delito... Soy muy infame; pero Vd., Vd., que es mi madre, me sacará de este infierno. Consienta usted... Dígame Vd. una palabra, una sola.

-¡Ese hombre aquí, en mi casa! -gritó doña Perfecta dando algunos pasos que parecían saltos hacia el centro de la habitación.

Rosario la siguió de rodillas. En el mismo instante oyéronse tres golpes, tres estampidos, tres cañonazos. Era el corazón de María Remedios que tocaba a la puerta, agitando la aldaba. La casa se estremecía con temblor pavoroso. Madre e hija se quedaron como estatuas.

Bajó a abrir un criado, y poco después, en la habitación de Doña Perfecta, entró María Remedios, que no era mujer, sino un basilisco envuelto en un mantón. Su rostro encendido por la ansiedad despedía fuego.

-Ahí está, ahí está -dijo al entrar-. Se ha metido en la huerta por la puertecilla condenada...

Tomaba aliento a cada sílaba.

-Ya entiendo -repitió doña Perfecta con una especie de bramido.

Rosario cayó exánime al suelo y perdió el conocimiento.

-Bajemos -dijo doña Perfecta sin hacer caso del desmayo de su hija.

Las dos mujeres se deslizaron por la escalera como dos culebras. Las criadas y el criado estaban en la galería sin saber qué hacer. Doña Perfecta pasó por el comedor a la huerta, seguida de María Remedios.

-Afortunadamente tenemos ahí a Ca... Ca... Caballuco -dijo la sobrina del canónigo.

-¿Dónde?

-En la huerta también... Sal... sal... saltó la tapia.

Doña Perfecta exploró la oscuridad con sus ojos llenos de ira. El rencor les daba la singular videncia de la raza felina.

-Allí veo un bulto... -dijo-. Va hacia las adelfas.

-Es él -gritó Remedios-. Pero allá aparece Ramos... ¡Ramos!

Distinguieron perfectamente la colosal figura del Centauro.

-Hacia las adelfas... Ramos, hacia las adelfas...

Doña Perfecta adelantó algunos pasos. Su voz ronca, que vibraba con acento terrible, disparó estas palabras:

-Cristóbal, Cristóbal... ¡mátale!

Oyose un tiro.

Después otro.
  • Etapa naturalista:
PARTE 1
Juanito Santa Cruz
Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo año, y aunque se reunían en la cátedra de Camús, separábanse en la de Derecho Romano: el chico de Santa Cruz era discípulo de Novar, y Villalonga de Coronado. Ni tenían todos el mismo grado de aplicación: Zalamero, juicioso y circunspecto como pocos, era de los que se ponen en la primera fila de bancos, mirando con faz complacida al profesor mientras explica, y haciendo con la cabeza discretas señales de asentimiento a todo lo que dice. Por el contrario, Santa Cruz y Villalonga se ponían siempre en la grada más alta, envueltos en sus capas y más parecidos a conspiradores que a estudiantes. Allí pasaban el rato charlando por
 lo bajo, leyendo novelas, dibujando caricaturas o soplándose recíprocamente la lección cuando el catedrático les preguntaba. Juanito Santa Cruz y Miquis llevaron un día una sartén (no sé si a la clase de Novar o a la de Uribe, que explicaba Metafísica) y frieron un par de huevos. Otras muchas tonterías de este jaez cuenta Villalonga, las cuales no copio por no alargar este relato. Todos ellos, a excepción de Miquis que se murió en el 64 soñando con la gloria de Schiller, metieron infernal bulla en el célebre alboroto de la noche de San Daniel. Hasta el formalito Zalamero se descompuso en aquella ruidosa ocasión, dando pitidos y chillando como un salvaje, con lo cual se ganó dos bofetadas de un guardia veterano, sin más consecuencias. Pero
 Villalonga y Santa Cruz lo pasaron peor,porque el primero recibió un sablazo en el hombro que le tuvo derrengado por espacio de dos meses largos, y el segundo fue cogido junto a la esquina del Teatro Real y llevado a la prevención en una cuerda de presos, compuesta de varios estudiantes decentes y algunos pilluelos de muy mal pelaje. A la sombra me lo tuvieron veinte y tantas horas, y aún durara más su cautiverio, si de él no le sacara el día 11 su papá, sujeto respetabilísimo y muy bien relacionado.
¡Ay!, el susto que se llevaron D. Baldomero Santa Cruz y Barbarita no es para contado. ¡Qué noche de angustia la del 10 al 11! Ambos creían no volver a ver a su adorado nene, en quien, por ser único, se miraban y se recreaban con inefables goces de padres chochos de cariño, aunque no eran viejos.

PRESENTACIÓN DE JACINTA: 
“Porque Jacinta era una chica de prendas excelentes, modestita, delicada, cariñosa y además muy bonita. Sus lindos ojos estaban ya declarando la sazón de su alma o el punto en que tocan a enamorarse y enamorar. Barbarita quería mucho a todas sus sobrinas; pero a Jacinta la adoraba; teníala casi siempre consigo y derramaba sobre ella mil atenciones y miramientos, (…)
Jacinta era de estatura mediana, con más gracia que belleza, lo que se llama en lenguaje corriente una mujer mona. Su tez finísima y sus ojos que despedían alegría y sentimiento componían un rostro sumamente agradable. Y hablando, sus atractivos eran mayores que cuando estaba callada, a causa de la movilidad de su rostro y de la expresión variadísima que sabía poner en él. La estrechez relativa en que vivía la numerosa familia de Arnaiz, no le permitía variar sus galas; pero sabía triunfar del amaneramiento con el arte, y cualquier perifollo anunciaba en ella una mujer que, si lo quería, estaba llamada a ser elegantísima. Luego   veremos. Por su talle delicado y su figura y cara porcelanescas, revelaba ser una de esas hermosuras a quienes la Naturalezaconcede poco tiempo de esplendor, y que se ajan pronto, en cuanto les toca la primera pena de la vida o la maternidad”
 
Juanito Santa Cruz y Fortunata se ven por primera vez:
Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel recinto despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta… Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.
–¿Vive aquí –le preguntó– el señor de Estupiñá?
–¿Don Plácido?… en lo más último de arriba –contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»… Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:
–¿Qué come usted, criatura?
–¿No lo ve usted? –replicó mostrándoselo–. Un huevo.
–¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.
–No sé cómo puede usted comer esas babas crudas –dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación.
–Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? –replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.
Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no: le repugnaban los huevos crudos.
–No, gracias.
Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo, y Juanito discurriendo por dónde pegaría la hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que dijo:
–¡Fortunaaá!
Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yia voy con chillido tan penetrante que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano. El yia principalmente sonó como la vibración agudísima de una hoja de acero al deslizarse sobre otra. Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas.

Leopoldo Alas, Clarín (1852-1901)

  • Obra más importante: La Regenta
  • Argumento: En una ciudad de provincias, Vetusta, vive Ana Ozores, de familia noble venida a menos, casada con don Víctor Quintanar, regente de la Audiencia, del cual le viene el apelativo de «la Regenta». Ana se casó con don Víctor en un matrimonio de conveniencia. Bastante más joven que su marido, al que le une más un sentimiento de amistad y agradecimiento que de amor conyugal, su vida transcurre entre la soledad y el aburrimiento. Es una mujer retraída, frustrada por no ser madre y que anhela algo mejor y desconocido.
    • Clarín somete a una irónica crítica a todos los estamentos de la ciudad: la aristocracia decadente, el clero corrupto, las damas hipócritas, los partidos políticos-> atmósfera social asfixiante y opresiva con la que choca la protagonista.
    • EL temperamento sensible y soñador de Ana Ozores la lleva a refugiarse en el misticismo; pero su confesor, el canónigo Fermín de Pas, la decepciona cuando intenta aprovecharse de ella. Cae entonces en brazos de Álvaro Mesía, un mediocre don Juan, con el que vivirá una relación amorosa que no resultará ser más que un sucedáneo de sus ideales románticos.
    • En el enfrentamiento entre Ana y Vetusta, la primera acabará siendo vencida, y, en consecuencia, marginada. La importancia de la presión ambiental y social, sobre la protagonista, acerca la novela a las teorías del naturalismo.​
  • CARACTERÍSTICAS NARRATIVAS:
    • Realismo literario: La obra es representativa del realismo español. Describe detalladamente la vida cotidiana en una ciudad provincial, Vetusta(basada en Oviedo), y sus habitantes, capturando tanto lo externo como lo interno de los personajes.
    • Psicología de personajes: Clarín desarrolla de manera profunda y minuciosa a los personajes, explorando sus motivaciones, historias pasadas, anhelos y conflictos internos.
    • Narrador omnisciente: Se utiliza un narrador en tercera persona que conoce los pensamientos y sentimientos de los personajes, ofreciendo una visión global de los acontecimientos y mostrando diferentes perspectivas.
    • Crítica social y religiosa: La obra critica la sociedad de la época, especialmente la hipocresía y el conservadurismo de la sociedad provincial, así como la influencia de la religión en la vida diaria y en la moral de los personajes.
    • Descripciones detalladas: Clarín realiza extensas descripciones de los escenarios, los ambientes y los estados de ánimo de los personajes, contribuyendo a la atmósfera de la obra.
    • Estructura compleja: La novela se organiza en dos volúmenes y cuenta con múltiples tramas entrelazadas, lo que enriquece la historia y le otorga una mayor profundidad.
    • Ironía y humor: Clarín utiliza la ironía y el humor para criticar las actitudes y comportamientos de los personajes, mostrando la contradicción entre lo que piensan, dicen y hacen.
Texto 1: caracterización de Fermín de Pas
Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.

Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.

Texto 2: Dudas de la Regenta
Doña Ana tardó mucho en dormirse, pero su vigilia ya no fue impaciente, desabrida. El espíritu se había refrigerado con el nuevo sesgo de los pensamientos. Aquel noble esposo a quien debía la dignidad y la independencia de su vida, bien merecía la abnegación constante a que ella estaba resuelta. Le había sacrificado su juventud: ¿por qué no continuar el sacrificio? No pensó más en aquellos años en que había una calumnia capaz de corromper la más pura inocencia; pensó en lo presente. Tal vez había sido providencial aquella aventura de la barca de Trébol. Si al principio, por ser tan niña, no había sacado ninguna enseñanza de aquella injusta persecución de la calumnia, más adelante, gracias a ella, aprendió a guardar las apariencias; supo, recordando lo pasado, que para el mundo no hay más virtud que la ostensible y aparatosa. Su alma se regocijó contemplando en la fantasía el holocausto del general respeto, de la admiración que como virtuosa y bella se le tributaba. En Vetusta, decir la Regenta era decir la perfecta casada. Ya no veía Anita la estúpida existencia de antes. Recordaba que la llamaban madre de los pobres. Sin ser beata, las más ardientes fanáticas la consideraban buena católica. Los más atrevidos Tenorios, famosos por sus temeridades, bajaban ante ella los ojos, y su hermosura se adoraba en silencio. Tal vez muchos la amaban, pero nadie se lo decía… Aquel mismo don Álvaro que tenía fama de atreverse a todo y conseguirlo todo, la quería, la adoraba sin duda alguna, estaba segura; más de dos años hacía que ella lo había conocido, pero él no había hablado más que con los ojos, donde Ana fingía no adivinar una pasión que era un crimen.

Verdad era que en estos últimos meses, sobre todo desde algunas semanas a esta parte, se mostraba más atrevido… hasta algo imprudente, él que era la prudencia misma, y sólo por esto digno de que ella no se irritara contra su infame intento… pero ya sabría contenerle; sí, ella le pondría a raya helándole con una mirada… Y pensando en convertir en carámbano a don Álvaro Mesía, mientras él se obstinaba en ser de fuego, se quedó dormida dulcemente.

Escena FINAL
El Magistral dio otra absolución y llamó con la mano a otra beata… La capilla se iba quedando despejada. Cuatro o cinco bultos negros, todos absueltos, fueron saliendo silenciosos, de rato en rato; y al fin quedaron solos la Regenta, sobre la tarima del altar, y el Provisor dentro del confesionario.

Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.

Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir, la seña que la llamase a la celosía…

Pero el confesionario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera.

Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.

Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño…

Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba…

La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes crisis le acudía… y se atrevió a dar un paso hacia el confesionario.

Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar…

El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.

El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana… dio otro paso adelante… y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.

Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.

La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.

Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.

Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces…

Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.

Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.

Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.

Emilia Pardo Bazán (1851-1921)

  • Emilia Pardo-Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de mayo de 1921), condesa de Pardo Bazán, fue una novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante española introductora del naturalismo en España.
  • Fue una precursora en sus ideas acerca de los derechos de las mujeres y el feminismo. Reivindicó la instrucción de las mujeres como algo fundamental y dedicó una parte importante de su actuación pública a defenderlo.​ Entre su obra literaria una de las más conocidas es la novela Los pazos de Ulloa (1886).
LAS MEDIAS ROJAS, cuento de Emilia Pardo Bazán (España, 1851- 1921)

Cuando la rapaza entró, cargada con el haz de leña que acababa de merodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de uña córnea color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.
Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda “de las señoritas” y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros grises, entre lo azuloso de la descuidada barba.
Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo, ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza… Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón…
–¡Ey! ¡Ildara!
–¡Señor padre!
–¿Qué novidá es ésa?
–¿Cuál novidá?
–¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?
Incorpórase la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.
–Gasto medias, gasto medias –repitió, sin amilanarse–. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.
–Luego nacen los cuartos en el monte –insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.
–¡No nacen!… Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él… Y con eso merqué las medias.
Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador… Saltó del banco donde estaba escarranchado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:
–¡Engañosa! ¡Engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!
Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente a la esperanza tardía: pues que quedase él… Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias… Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:
–Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes…
Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio, como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.
Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.
Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía… en quedarse tuerta.
Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa…

Por esos mundos, 1914
Cuentos completos. Cuentos de la tierra, edic. Juan Paredes Núñez, La Coruña, Fundación “Pedro Barrié de la Maza Conde Fenosa” 1990, T. III, págs. 195-197.


Feminista
Emilia Pardo Bazán

(...)
Había olvidado completamente al matrimonio -como se olvidan estas figuras de cinematógrafo, simpáticas o repulsivas, que desfilan durante una quincena balnearia-, cuando leí en una cuarta plana de periódico la papeleta: «El excelentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallana, jefe superior de Administración... Su desconsolada viuda, la excelentísima señora doña Clotilde Pedregales...». La casualidad me hizo encontrar en la calle, dos días después, al médico director de Aguasacras, hombre muy observador y discreto, que venía a Madrid a asuntos de su profesión, y recordamos, entre otros desaparecidos, al mal engestado señor de las opiniones rajantes.

-¡Ah, el señor Abréu! ¡El de los pantalones! -contestó, riendo, el doctor.

-¿El de los pantalones? -interrogué con curiosidad.

-Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y esto no sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente... ¡Vaya! Verdad que usted se marchó unos días antes que los Abréu, y la gente dio en reírse al final, cuando todos se enteraron... ¿Dirá usted que cómo se pueden averiguar cosas que suceden a puerta cerrada? Es para asombrarse: se creería que hay duendes...

En este caso especial, lo que ocurrió en el balneario mismo debieron de fisgarlo las camareras, que no son malas espías, o los vecinos al través del tabique, o... En fin, brujerías de la realidad. Los antecedentes parece que se conocieron porque allá de recién casado, Abréu, que debía de ser el más solemne majadero, anduvo jactándose de ello como de una agudeza y un rasgo de carácter, que convendría que imitasen todos los varones para cimentar sólidamente los fueros del cabeza de familia.

Y fíjese usted: los dos episodios se completan. Es el caso que Abréu, como todos los que a los cuarenta años se vuelven severos moralistas, tuvo una juventud divertida y agitada. Alifafes y dolamas le llamaron al orden, y entonces acordó casarse, como el que acuerda mudarse a un piso más sano. Encontró a aquella muchacha, Clotildita, que era mona, bien educada y sin posición ninguna, y los padres se la dieron gustosos, porque Abréu, provisto de buenas aldabas, siempre tuvo colocaciones excelentes. Se casaron, y la mañana siguiente a la boda, al despertar la novia, en el asombro del cambio de su destino, oyó que el novio, entre imperioso y sonriente, mandaba:

-Clotilde mía..., levántate.

Hízolo así la muchacha, sin darse cuenta del porqué; y al punto el esposo, con mayor imperio, ordenó:

-¡Ahora..., ponte mis pantalones!

Atónita, sin creer lo que oía, la niña optó por sonreír a su vez, imaginando que se trataba de una broma de luna de miel..., broma algo chocante, algo inconveniente...; pero ¿quién sabe? ¿Sería moda entre novios?...

-¿Has oído? -repitió él-. ¡Ponte mis pantalones! ¡Ahora mismo, hija mía!

Confusa, avergonzada, y ya con más ganas de llorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejor que pudo. ¡Obedecer es ley!

-Siéntate ahora ahí -dispuso nuevamente el marido, solemne y grave de pronto, señalando a una butaca. Y así que la empantalonada niña se dejó caer en ella, el esposo pronunció-: He querido que te pongas los pantalones en este momento señalado para que sepas, querida Clotilde, que en toda tu vida volverás a ponértelos. Que los he de llevar yo, Dios mediante, a cada hora y cada día, todo el tiempo que dure nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo sabes. Puedes quitártelos.

¿Qué pensó Clotilde de la advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impenetrable, en que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal femenino, honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre... Vivió sumisa y callada, y si no se le pudo aplicar la divisa de la matrona romana, «Guardó el hogar e hiló lana asiduamente», fue porque hoy las fábricas de género de punto han dado al traste con la rueca y el huevo de zurcir.

Pero Abréu, a pesar de la higiene conyugal, tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquias de su mal vivir pasados remanecieron en achaques crónicos, y la primera vez que se consultó conmigo en Aguasacras, vi que no tenía remedio; que sólo cabía paliar lo que no curaría sino en la fuente de Juvencia... ¡Ignoramos dónde mana!

Su mujer le cuidaba con verdadera abnegación. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se desvivía por él, y en vez de divertirse -al cabo era joven aún-, no pensaba sino en la poción y el medicamento. Pero todas las mañanas, al dejar las ociosas plumas el esposo, una vocecita dulce y aflautada le daba una orden terminante, aunque sonase a gorjeo:

-¡Ponte mis enaguas, querido Nicolás! ¡Ponte aprisa mis enaguas!

Infaliblemente, la cara del enfermo se descomponía; sordos reniegos asomaban a sus labios..., y la orden se repetía siempre en voz de pájaro, y el hombre bajaba la cabeza, atándose torpemente al talle las cintas de las faldas guarnecidas de encajes. Y entonces añadía la tierna esposa, con acento no menos musical y fino:

-Para que sepas que las llevas ya toda tu vida, mientras yo sea tu enfermerita, ¿entiendes?

Y aún permanecía Abréu un buen rato en vestimenta interior femenina, jurando entre dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúma apretaba de más, mientras Clotilde, dando vueltas por la habitación, preparaba lo necesario para las curas prolijas y dolorosas, las fricciones útiles y los enfranelamientos precavidos.

Publicado por Soledad del Cañizo

Experta en nubes y profesora de lengua.

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